Por: Mariana Tello. Área de investigación del Espacio para la Memoria La Perla – UNC
Este 24 de marzo es especial. Está en marcha en Córdoba un juicio esperado por tres décadas contra los responsables de los principales campos de exterminio que funcionaron en la provincia. La justicia tarda pero llega. El tiempo sin embargo ha tenido sus costos: muchos familiares que dedicaron su vida a la búsqueda de sus seres queridos han muerto; muchos de los sobrevivientes, que testimoniaron una y otra vez sobre las atrocidades cometidas contra ellos o sus compañeros en campos como La Perla, Campo de la Ribera o el D2, también.
El juicio, en este sentido, genera a veces sentimientos encontrados para los que fueron tocados directamente por la represión: cada testimonio nos transmite por partes iguales alivio y dolor, esperanza y pesar, interroga sobre la desintegración y la integridad del ser humano ante situaciones límite. Testimoniar, tanto como escuchar los testimonios sobre esas experiencias “al límite”, es una empresa que no se puede atravesar sin dolor ¿Qué sentido tiene, entonces, la celebración de este juicio para familiares y sobrevivientes y para la sociedad en su conjunto?
Si hablamos de sentidos -en tanto significado y dirección- de los procesos judiciales que hemos vivido en los últimos años, el más obvio aparece en torno a la posibilidad de tramitación de experiencias marcadas por el dolor. El dolor, en nuestras sociedades, suele ser considerado una experiencia radicalmente subjetiva; sin embargo lo que hace posible elaborar el dolor, darle un curso, transformarlo e incluso que encuentre un fin, es lo social.
La desaparición sistemática de personas constituye una de las experiencias más demoledoras de nuestra historia reciente en primer lugar porque los mecanismos habituales para asimilar esas pérdidas no pudieron ser puestos en marcha, pero sobre todo porque la comprensión colectiva de la pérdida, la solidaridad con los deudos y con aquellos que sufrieron en carne propia el horror de los campos fue rota. “Por algo habrá sido”, “no te metas” fueron frases que, instalándose, instalaron durante años el silencio, la incomprensión.
En este sentido el juicio ordena: establece responsabilidades, otorga un lugar social legítimo a la escucha de los “imposibles” que subyacen a la desaparición y a las experiencias vividas en los campos, regenera el lazo social roto no sólo por la muerte, sino por el silencio impuesto a las víctimas durante largos años de impunidad. En el juicio escuchamos y somos escuchados como miembros de una sociedad donde la desaparición fue posible y podemos reflexionar sobre sus rastros en el presente.
Esas situaciones, por extremas, no hacen sino revelar el mundo normal, un mundo donde se sigue culpando a las víctimas de los delitos que fueron foco, donde está instalado que –llegado el caso- se pueden implantar regimenes de excepción donde hay ciudadanos con más o menos derechos, donde se puede permanecer indiferente ante el sufrimiento ajeno. La escena judicial otorga un sentido a ese aparente sinsentido que supusieron los campos de concentración y nos deja lecciones sobre la condición humana tanto en su dimensión más destructiva como sobre la inmensa integridad de seres humanos que, después del espanto, hicieron resurgir el amor.